lunes, 15 de diciembre de 2008

Pozo del Tigre, un pueblo dificil de olvidar



Mi pueblo tiene olor a tierra formoseña, allá donde el viento norte da bofetadas de polvaredas para no olvidar el verano. Mientras el calor hace rechinar las siestas, que solo perdona a los que se cobijan debajo de las sombras de los frondosos árboles. No es para menos, las temperaturas trepan los 40 grados. Por eso nadie se atreve a andar a esas horas por las calles. Solo algunos perros sedientos, ya sin saliva en la boca, desesperados buscan calmar la sed en algún zanjon. Quedan pocas aguadas, casi todas se secaron, también aquella laguna sobre la calle Robles Luna, a la que solíamos explorar en nuestra infancia. El escondite perfecto, para asustar a algún desprevenido que pasaba por la calle. Allí encontrábamos nuestros tesoros ocultos: algún torso de muñeca desnudo, las ruedas de un autito, unas ranas saltarinas, grillos asustados y otras tantas cosas que nos prodigaba el estanque de la siesta. Adentrarse en el era una aventura. Siempre estaba lleno de grandes hojas verdes que nos tapaban y no nos dejaban ver el agua. Regresábamos corriendo, felices a esconder nuestros trofeos. Tratando de no hacer alborotos para no despertar de la siesta a los Ipiña.
Sobre la misma calle el verde intenso de una selva imaginaria inunda el paisaje. Todo sigue lleno de plantas y árboles: rosas chinas, palos borrachos, palmeras, limoneros, mamones, mangos, pomelos, mandarinas, lapachos, guayabas, que alegran los ojos y el olfato al pasar. Más allá la bandera argentina de la municipalidad flamea como siempre, indemne al tiempo. Es que Pozo del Tigre, tiene grabado en la piel y el corazón de cada uno de sus hijos el sentimiento por la tradición, por la tierra. Cada fecha patria y fiestas tradicionales es un festejo que hincha el pecho a los ancianos, jóvenes y niños por el amor a su terruño.
Tiene olor de tardes anochecidas con guitarreadas entre amigos, vinos y sabrosas empanadas. A las chacareras y las zambas del Chango de Tigre y Los hermanos Cabrera, a las coplas de “el negro” Bebi Quintana y Pablo Coronel. A los chamames del Neco Tolaba, al llanto del volin montarás de Matías Cuellar. A las vidalas y polcas paraguayas de los Ayala. Siempre hay ocasión para algún festejo. Tampoco falta la ayuda espontánea que nace de todos. Se arman unos alborotos, de una casa a la otra y de una punta del pueblo a la otra. Es un verdadero ritual. Del otro lado de las vías está el negocio de Pardalis, es de esos de ramos generales, allí va la mayoría. Se puede comprar todo tipo de mercadería para la ocasión que amerite. Hacia el centro, por las mañanas los pájaros alegran el recorrido, mientras se comparten unos mates amargos con los Galván. Si mas tarde, encuentra de paso a alguien que invita un tereré para refrescar la garganta también se acepta. La gira no termina, porque se puede encontrar con los Abadala y los Quirogas que ofrecen llevar más guitarras, bombos, y botellas varias a la salud del Gauchito Gil. Ya de vuelta a la iglesia Sagrado Corazón de Jesús, al frente de la plaza San Martin y desde el lado de la Terminal, se sienten las fragancias a bananas, ciruelas, mangos y a jazmines que salen de la casa de Cesarína Quiroga. Para terminar en el Ateneo Juan XXIII, con el olor a pan recién horneado en el horno de leña de los Guardiola. Son aromas que quedan en la memoria y ya no se olvidan. Como los de la empanada. Ella es la reina de todas las fiestas. Se la prepara desde muy temprano, junto al canto de los gallos. Es imprescindible que la masa sea casera, amasada a mano. Y la pasta con carne picada a cuchillo para que sea jugosa. Doña Benita Roldán es la especialista que sigue al pie de la letra la receta que aprendió de sus antepasados, le pone pimentón, comino, papa, huevo, cebolla de verdeo y algunas aceitunas, no vaya a ser cosa que la empanada salga seca. Seguro también hay asado, del bueno, porque es zona ganadera. Las vacas salen de los campos de los Cuellar, los Guaymasí, los Abdala, y tantos otros que saben compartir, más allá del trabajo duro del campo.
A la hora del baile, cualquier patio de tierra se convierte en escenario. La polvareda se mezcla con los cuerpos de los bailarines y es un solo ritmo, de chacareras, zambas y gatos, unido a los zapucay. Así es su gente, siempre alegre, amante de su tierra, de su cultura. Sus calles de tierra aún conservan las huellas de sus hijos que un día se fueron pero que cada tanto regresan para percibir los colores, sentir los aromas, estrecharse en abrazos con los que quedaron, compartir las guitarreadas y la ronda de amigos. Y ya se hace difícil despegarse de las raíces que atan a este pueblo.